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Lady Di: a 25 años del adiós a la princesa del pueblo

Diana Spencer falleció a los 36 años en un accidente en el túnel de Alma, París. Su legado tuvo un profundo impacto en la familia real y la sociedad británica, que continúa al día de hoy.

El Reino Unido y el mundo recuerdan, tras un velo de nostalgia y emociones aplacadas por el tiempo, a Diana Spencer, conocida como Lady Di, exactamente 25 años después del accidente derrumbe del Túnel de Alma, París, Francia.

Diana permanece en la memoria de legiones de admiradores, después de haber sido en vida un signo de contradicción casi letal para la monarquía británica.

El accidente del 31 de agosto de 1997 puso fin en París, ante el asombro de miles de millones de espectadores, a una existencia breve pero turbulenta: la de la «princesa del pueblo», una estrella fallecida a los 36 años en plena trágica huida de los paparazzi junto a Dodi al-Fayed, su último amor, y el conductor del vehículo, Henri Paul; ambos murieron en el acto. También estaba presente el guardaespaldas, Trevor Rees-Jones, quien sobrevivió pese a las heridas de gravedad.

Infeliz consorte del príncipe Carlos -eterno heredero al trono que aún espera, a los 73 años, para recoger el cetro de manos de su madre Isabel-, Diana cerró sus cuentas en aquella noche de fines de verano con un destino fulgurante pero triste.

Un destino que -hermosa, tímida y sonriente- la había proyectado a los titulares cuando solo tenía 20 años, en la ola de su boda de cuento de hadas de 1981 con el Príncipe de Gales. Sin embargo, aquello -entre portadas glamorosas y tormentos subterráneos, popularidad mundial y depresión oculta- habría desembocado demasiado pronto en el epílogo fatal.

Tras el nacimiento del hijo mayor, William, segundo en la línea de sucesión de la casa real, y de Harry, su casi clon rebelde; la denuncia pública desde las pantallas de la BBC (sin precedentes en la casa de los Windsor) de la traición de Carlos con Camilla Parker Bowles la colocó en primera plana.

Luego, se sumaron la admisión de las propias infidelidades y, finalmente, el demoledor anuncio del divorcio real del siglo, castigado por la reina con una humillante revocación de los títulos.

Se produjo una tormenta tal que sacudió la institución monárquica como nunca antes, o desde entonces, durante todo el lapso del reinado isabelino, que alcanzó el 70 aniversario del Jubileo de Platino en 2022. Terremoto destinado a alcanzar su clímax precisamente con las repercusiones de la loca carrera en París.

Fueron semanas en las que la corona, e incluso el extraordinario consenso hacia Isabel II, parecieron temblar espantosamente bajo el signo de un desapego del sentimiento popular común y una frialdad atribuida por muchos a la matriarca. Algo reconocido posteriormente como graves «errores» por historiadores de la corte, como Ed Owens.

Crisis que la reina, aconsejada a regañadientes por el entonces primer ministro Tony Blair, supo encaminar con un baño de humildad al margen del colosal funeral del pueblo concedido en Londres a la degradada princesa.
Tanto es así que hoy, un cuarto de siglo después, el recuerdo de quien los tabloides no dudaron en proclamar como la «reina de corazones» del pueblo, puede decirse que está marcado por una atmósfera mayoritariamente pacificada.

Un clima bien representado por la estatua que los hijos, William y Harry, levantaron el año pasado en el corazón de Kensington Garden para ofrecer así el homenaje colectivo a Diana Spencer: hija de la alta aristocracia inglesa; capaz de sugerir sentimientos instintivos de empatía a vastas capas populares con sus gestos y fragilidades; campañas contra las minas y abrazos a enfermos de sida; y la imagen glamorosa de una joven privilegiada combinada con el rechazo a las convenciones y la hipocresía.

La Tercera
Mientras que la Familia Real -aunque luchando con nuevas fibrilaciones, desde el escándalo sexual del príncipe Andrés hasta el desgarro de Harry y su esposa Meghan Markle- parece haber hallado la estabilidad. Signada por el colosal patrimonio de respeto devuelto a Isabel, de 96 años, así como por un redimensionamiento de las perplejidades sobre la adecuación de Carlos a la sucesión y por la aceptación (sin comparaciones posibles) de Camila como futura reina consorte.

También hay que admitir una actitud más moderna y menos pasiva de la corte ante polémicas o traspiés de los que nadie, real o no, ya puede pretender ser inmune.

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